(A
Manolo Marrero)
Un
manto de tristeza se abatió sobre la esquina de aquella mesa. Los
recuerdos se abren paso a medida que las palabras salen como un
murmullo apenas perceptible.
Las
sillas vacías que antes fueran asiento de risas y carcajadas, de
bromas y regates cortos parecen inclinarse sobre la memoria en el
afán de poner certeza de que no estamos ante un sueño. Y
ciertamente es una realidad.
No
suena el teléfono ni hay cartas de felicitación con su membrete.
Nada atrae a las entrañables conversaciones de lo más variopinto de
nuestra sociedad y los rincones de aquella empresa se llenan, en la
enredada tela de araña,- aún fresca-, de apretones de manos y
abrazos cordiales.
Recordar
es poner el corazón de nuevo en los momentos vividos.
El
carácter afable del anfitrión, su cercanía y amplia sonrisa se
adornaban con sus inquietas manos y el vaivén de sus piernas.
Este
año, como todos los pasados y venideros, finaliza con el recuento de
fechas para celebrar y otras para conmemorar.
Nos
resistimos al tránsito y preferimos entrar en un profundo sueño, en
la ausencia del dolor, en no molestar ni ser molestados pero
inevitablemente estamos abocados a despojarnos de esta suma de carne
y huesos.
Manolo
Marrero y yo compartíamos la proximidad de nuestras sillas en la
mesa que reúne mes a mes a tantos contertulios. Esquinados y cerca
de las puertas,-por aquello del humo de cigarrillos-, nos
divertíamos en la complicidad de nuestras vivencias de niños en
nuestro Puerto querido, en los años adolescentes futboleros y en el
reencuentro, tantos años ha, en la tertulia que hoy lleva su nombre.
Bromeábamos con mi identidad palestina y canaria y así llenábamos
ese intransigente silencio inicial de los encuentros.
Sabía,
por esa condición de médico, que los días iban demasiado deprisa y
el irrefenable parón estaba muy cerca. Más no por ello, ni él ni
yo regateamos la alegría del encuentro en aquella habitación
plena del calor de sus seres más queridos.
¿Con
qué se puede llenar la ausencia? No merece la pena el intento de
colmar un agujero negro, antes al contrario, nos atrae con esa fuerza
imantada del afecto y nos entregamos sin resistencia a los momentos
del recuerdo más querido.
Que
sepas, mi querido Manolillo, de mi leal amistad, de mi sincero
sentimiento de cariño envejecido por el tiempo, acunado y
acrecentado en el fuego de tantas tertulias.
Aquellos
arrebatadores "incisos" se hicieron entre nosotros como una
majadería de lo más simpático y queda como banderín de enganche
de solemne juramento de los viejos y nuevos tertulianos.
Hace
años que la crisis económica en la que estamos instalados no
permitió los encuentros del treinta y uno de diciembre, aquellos
cócteles de magnífico gusto que reunía a tropecientas personas.
Convendría
que de ser el estómago una víscera agradecida te diera las gracias
pero no es el aparato gástrico quién se acerca a tu memoria sino el
cerebro y el corazón de quienes, como yo, invocamos los mejores
momentos compartidos en el más puro ejercicio de memoria.
La
silla de la esquina está vacía como tantas y tantas que lo estarán
en estos días entrañables en tantas otras mesas.
Sin
embargo, me atrevo a brindar por ti, por lo vivido y por lo que nos
reste de estar en este jueves.
Que
no nos amarguen los recuerdos. Conviene discernir qué tiempo pasado
hay que dejar atrás y cual no. Hoy esbozo una sonrisa.
Si,
una sonrisa, poniendo la memoria y el afecto en los momentos
vividos, recordándote amigo mío, Manolo Marrero.